De Manuel Borrás

FERNANDO TOMÁS PÉREZ
Manuel Borrás

Agosto de 2005

Desde el primer momento en que conocí a Fernando (Tomás Pérez), supe a quién tenía delante. Reconocí al amigo, a aquél a quien uno querría como amigo para ser más precisos. Su interlocutor no podía ser ajeno a la bonhomía que destilaba su personalidad y la fortaleza moral con que afirmaba sus convicciones intelectuales y, por qué no decirlo, políticas. Era el espejo en el que a uno le hubiera gustado reconocerse, el amigo en que protegerse de uno mismo, el que era capaz de presentar cara a la vida en tu nombre y tomar posición con compasión, en verdad fraternal y sin impasibilidad, ante lo que de impuro o malo pueda enunciar nuestra condición humana.

En fin, como diría más o menos Aristóteles, consintiendo nuestros errores y siendo a su vez críticos con ellos prueban los amigos la dulzura por el bien en sí. Y lo que el hombre bueno, como era el caso, prueba con respecto a sí, también lo prueba con respecto al amigo. El amigo es, en efecto, un otro de nosotros mismos. Alguien a quien se ama porque lo distinguimos y nos vemos en él, y que en consecuencia nunca podrá morir.