De Javier Cercas

LA REVOLUCIÓN SILENCIOSA
Javier Cercas

(Publicado en la revista ESPACIO/ESPAÇO ESCRITO, Badajoz, noviembre 2009)

Todo el mundo sabe que Fernando Pérez era un hombre bueno, pero no hay que descartar que a estas alturas de nuestro cinismo la expresión esté tan desprestigiada que casi suene denigratoria, incluso si se le añade “en el buen sentido de la palabra”, como se vio en la obligación de hacer el poeta (mi maestro Juan Ferraté, que era de Reus, recordaba siempre que, cuando en su patria chica se decía de alguien que era un buen hombre, a continuación se añadía indefectiblemente: ¡un infeliz!). Por otra parte, todo el mundo sabe también que Fernando Pérez fue un buen editor, lo que no está tan desprestigiado como ser un buen hombre, pero sí es casi tan insólito. Ambas bondades suelen predicarse de los muertos, que no pueden defenderse; más insólito es que se prediquen también de los vivos, como me consta que ocurría con insólita frecuencia, y con no menos insólita falta de cinismo, en el caso de Fernando Pérez. Sea como sea, lo seguro es que Fernando Pérez lleva ya un tiempo muerto, y que tanto una cosa como la otra se habrán dicho muchas veces de él; si me resigno a repetirlas aquí es porque me importa menos el hecho de que ya se hayan dicho antes que el hecho de que sean verdaderas.

En realidad, que Fernando Pérez era un buen hombre y un buen editor era algo que saltaba a la vista incluso para alguien quién, como yo, lo conoció muy poco. A finales de 1997 o principios de 1998 recibí una carta firmada por él en la que me hablaba con entusiasmo de un libro mío que no había leído nadie y en la que, como director de la Editora Regional de Extremadura, me invitaba a enviarle un libro de relatos o una novelita para que él la publicase en una colección de escritores extremeños, llamada La Gaveta, que por entonces se acababa de poner en marcha. Soy escritor y extremeño, pero la idea de convertirme en un escritor extremeño me horripiló; sin embargo, la carta venía acompañada de un paquete de ejemplares de los primeros libros de La Gaveta –sobrios, elegantes, cuidadísimos- y además soy tan vanidoso como cualquiera, así que acepté de inmediato, y a la vuelta de correo le propuse publicar un libro de artículos. Fernando aceptó mi propuesta y al cabo de algún tiempo le envié el manuscrito. A partir de entonces hablamos a menudo : Fernando me llamaba por teléfono para comentar un pasaje, para reírse de un chiste, para consultarme una duda, para proponer una corrección, para sugerir una portada; es muy posible que yo no entendiera nada: es muy posible que no entendiera por qué aquel tipo a quién no conocía se ocupaba con aquél interés sin desmayo de un libro de artículos que nadie iba a leer, escrito por un escritor a quién nadie leía, como si fuera el último libro que iba a publicar en su vida o como si fuera el libro más importante del mundo.

Lo entendí cuando el libro se publicó. Para explicar cómo lo entendí tengo que repetirme, pero tampoco me importa demasiado, porque lo que repetiré es, me parece, la verdad. La palabra patriotismo está desprestigiada, pero esta vez con razón, porque pocas palabras han sido ensuciadas con tanta sangre, tanta mierda y tanta codicia. Las palabras, sin embargo, no son culpables, y si algún día –no sé cómo- nos atrevemos a limpiar ésta, entonces podrá decirse sin que suene a insulto que Fernando Pérez fue un patriota. Un patriota extremeño, claro está; un patriota cosmopolita, si se quiere (y si se me permite un oxímoron que en realidad debería ser un pleonasmo). Es casi seguro que Fernando detestaba el extremeñismo –suponiendo que tal engendro exista-, pero es indudable que amaba Extremadura; esto es: pensaba que amar las cosas de la casa que lo merecen es una actitud mucho más razonable que despreciarlas sin motivo, y que por tanto, y lógicamente, amar la propia tierra, la propia gente y la propia lengua no es sino la mejor razón para amar otras lenguas, otras gentes y otras tierras. No creo que haga falta añadir que en un lugar cómo Extremadura, históricamente aquejado de una falta de amor propio casi incurable, esta actitud proponía una revolución silenciosa y tranquila; a ella, si no me engaño, consagró sus mejores energías Fernando Pérez. Lo cierto es que en cuanto lo conocí me di cuenta –era imposible no darse cuenta- de que cuidaba todos los libros que publicaba con la misma pasión minuciosa con que había cuidado el mío, y que a partir de entonces buscó la menor excusa para llevarme a Extremadura, para mostrarme lugares, recomendarme libros, enseñarme cosas y prestarme amigos con la generosidad borgiana del que sabe que quien da nunca se priva de lo que da. 0 dicho de otro modo: hasta que conocí a Fernando Pérez yo tenía una visión de Extremadura limitada por las cuatro casas y los cuatro vivos y los miles de muertos que habitan mi pueblo; hoy, gracias en gran parte a Fernando Pérez, ya no es así (o me parece que no es así) y la verdad es que ni siquiera me da vergüenza que me llamen escritor extremeño (o no más vergüenza que la que me da que me llamen escritor español, o catalán, o escritor a secas). Sea como sea, cada vez que me llaman de esa forma me acuerdo de Fernando Pérez, y confieso que alguna vez me he llegado a preguntar si no era precisamente eso –que no me avergonzara de que me llamaran escritor extremeño, y que de algún modo sintiese que lo era - lo que quería Fernando cuando me escribió para proponerme que hiciéramos juntos un libro. La respuesta a esa pregunta es evidente: la respuesta es no. Por la sencilla razón de que, como para cualquier persona decente, para Fernando Pérez los escritores y los libros, que son cosas concretas, son mil veces más importantes que la patria, que es sólo una abstracción. Sobra decir que precisamente por eso era un patriota. Sobra decir que precisamente por eso –también por eso- la revolución todavía sigue pendiente.